Aunque no sepamos cómo salir de una precariedad que se ha convertido en sistémica, podemos reflexionar sobre lo que significa concretamente para los individuos. Según el filósofo español Javier López Alós, éste es el primer paso para reconocer a quienes viven en precario una dignidad, incluso intelectual.
Javier López Alós reflexiona sobre los acontecimientos políticos desde una doble perspectiva histórica y filosófica. Buen conocedor de las élites de finales del siglo XVIII y primeros del XIX desde su tesis de doctorado Entre el trono y el escaño. El pensamiento reaccionario español frente a la Revolución liberal. 1808-1823 (Madrid, Publicaciones del Congreso de los Diputados, 2011), hace años que, ya fuera de la universidad, dirige su atención a las condiciones de posibilidad de la vida intelectual en el marco de la cultura del neoliberalismo. Va objetivando su propia experiencia de docente y de investigador precario, teniendo en cuenta tanto las estructuras como los afectos. Crítica de la razón precaria. La vida intelectual ante la obligación de lo extraordinario (Madrid, Los Libros de la Catarata, 2019), que el autor dedica a las trampas de la precariedad y a cómo afrontarlas, acaba de ser traducido íntegramente al francés. Obtuvo el Premio Catarata de Ensayo. A este libro, primera parte de una trilogía, le sigue El intelectual plebeyo. Vocación y resistencia del pensar alegre (Taugenit, 2021). Un tercer volumen, Homo postacademicus. Ensayo más allá de la universidad completará el tríptico.
La Vie des idées: ¿Por qué considerar la precariedad desde el punto de vista de los afectos que genera, en lugar de partir de una definición socioeconómica?
Javier López Alós: Sin duda, la perspectiva socioeconómica sigue siendo imprescindible, pero el fenómeno de la precariedad es irreductible a ella y considero que una investigación sobre su experiencia e interpretación subjetiva nos puede ayudar mucho a la comprensión del carácter estructurante de la precariedad en nuestro tiempo y sus consecuencias, que van más allá de los aspectos materiales o más visibles. Porque precariedad no significa exactamente lo mismo que pobreza. La puede acompañar o no, y a menudo lo hace, pero no siempre. Entender esto es fundamental porque si no, acabas creyendo que el sufrimiento personal ligado a la precariedad terminará cuando por fin alcances una retribución económica determinada. Y vemos que no es así, que la línea de meta siempre se nos desplaza un poco más lejos y vivimos siempre en falta. En todo caso, cómo no, mi contribución al respecto toma en cuenta esa dimensión material, cuyas consecuencias, por lo demás, no puedo fingir que me resulten ajenas. Crítica de la razón precaria, que escribí estando en paro al salir de la carrera académica, nace como un intento por comprender mi experiencia personal de la precariedad en lo que tiene de común con la de otros que, no por casualidad, resulta que se sienten de una manera bastante similar a la mía. Estamos hablando de un fenómeno sistémico, que estructura un modo de producción al tiempo que desestructura la vida y las relaciones de los sujetos. El asunto tiene también, por tanto, entidad política y filosófica, más allá de lo que personalmente nos pueda haber sucedido a cada cual.
El neoliberalismo y sus consecuencias no se reducen a la dimensión socioeconómica o material, sino que implican una forma de estar y de vivir que, entre otras cosas, están atravesadas por la precariedad (sufrida, infligida, recordada, temida, negada, etc.). En la experiencia subjetiva de la precariedad, sus emociones y sus afectos (la culpa, la ansiedad, el resentimiento, la necesidad de ser reconocidos, las sensaciones de fracaso e inutilidad, la ambivalencia respecto a la vocación, etc.), en todo eso se expresa una comprensión particular del mundo, de la vida social y del lugar que cada cual ahí. Y además no importa demasiado lo que uno piense: puedes ser perfectamente consciente de la falacia meritocrática o de que tu precariedad no es producto de la mala suerte ni de que hicieras esto en vez de aquello, pero la respuesta emocional a la situación tiende a ser la misma. De ahí que me parezca importante reflexionar al respecto y explorar vías de salida a estos circuitos en los que con tanta frecuencia nos vemos encerrados y en perpetuo movimiento como ratoncitos en la rueda que corren y corren hasta la extenuación, pero no llegan a ningún sitio. Estamos siempre en la expectativa de lo extraordinario, de ese acontecimiento o éxito milagroso que nos salve. Me interesa pensar los modos en que integramos subjetivamente experiencias y valores… ¡incluso con los que no comulgamos o que deploramos! Y, desde esa perspectiva, un trabajo conceptual que pueda a su vez producir afectos que sean compatibles con la vida de los otros y deseables por cualquiera, en lugar de constituir o responder al otro como un competidor o una amenaza. Es decir, vidas que para reconocerse como dignas no necesiten el marchamo del éxito. Todo esto, que creo puede defenderse con carácter general, lo he trabajado muy especialmente en el ámbito cultural, entre otras razones, por la importancia de los afectos en las actividades impulsadas por un principio de vocación, donde las fronteras entre vida profesional y vida personal no están nunca claras.
La hipercompetitividad genera una inseguridad a la que, por mucho que se intente –lo vemos en la insatisfacción de aquéllos que se supone que han triunfado– no se resuelve mediante la consecución de objetivos profesionales, sino mediante su continua sustitución por otros nuevos. ¿Y cómo reaccionar ante esta inseguridad? Pues trabajando más, produciendo más. La precarización es funcional al sistema, no un accidente o anomalía del mismo y es muy difícil de entender el fenómeno si no se atiende también a los aspectos más subjetivos, a cómo pensamos y sentimos todo esto.
La Vie des idées: En la época del neoliberalismo, la precariedad es sistémica, pero también tiene sus elementos contextuales. Por ejemplo, si comparamos entre los dos países, el rol del intelectual o el mito de la meritocracia han tenido mayor peso en Francia que en España. ¿Hay formas específicas de la precariedad en cada país? ¿Quizás en España la experiencia de la precariedad adquirió rasgos particulares tras la crisis de 2008, es decir, para tu generación?
Javier López Alós: Aunque la precariedad (también la precariedad intelectual o cultural, que es el ámbito que yo tomo como referencia) exista en todas partes, no en todas partes se declina del mismo modo ni presenta las mismas características. Trabajando aquí en París con Joëlle Le Marec y los demás compañeros de la red Endangered Humanities, resulta muy claro que el significado de la precariedad en Francia o en España no es exactamente el mismo que en Chile, Sudáfrica, Marruecos o Turquía, por ejemplo, por más líneas de fuerza y un paradigma de gestión empresarial que podamos identificar como comunes. Sospecho que las muestras de interés por mi trabajo en lugares tan diversos como España, México o Francia tiene que ver con esto, con esta interpretación de la racionalidad específica de la precariedad que ayuda a explicar también buena parte de los casos particulares y plantear comparaciones.
En cuanto a España y Francia, Francia ha ejercido históricamente un enorme influjo en las élites culturales españolas. Francia ha constituido, y simbólicamente creo que aún sigue constituyendo, un modelo a imitar en términos de construcción de esfera pública, cultura o campo intelectual. Por descontado, se trata de una idealización, pero eso no importa demasiado ahora: el caso es que, para mucha gente en España, la definición de vida cultural se ha medido por contraste con esa imagen de lo que “ocurría en Francia”. Sin embargo, las críticas a la trampa de la meritocracia, tienen un origen distinto. Es algo que se pone de manifiesto en todo el mundo tan pronto las crisis reordenan más injusta y desigualmente la distribución de los recursos. Queda claro que la meritocracia opera como legitimación moral de la desigualdad: tienes lo que te mereces, no te quejes y esfuérzate más, pues no vamos a repartir. Se apela a la meritocracia para consagrar o afianzar simbólicamente posiciones de poder, encubriendo el carácter no necesario (digámoslo: arbitrario) del privilegio de unos y la precarización de la mayoría. Como si en realidad las cada vez más abismales diferencias sociales guardaran alguna proporción con las horas de trabajo realizadas o el esfuerzo, por no hablar de capacidad, talento, sacrificio y otros términos al uso.
En el caso español, tras la crisis de 2008 se produce un corte generacional muy abrupto y, por qué no decirlo, incluso traumático: la generación de quienes nacimos en la época de la transición a la democracia (la Constitución vigente se aprobó en 1978), en el momento en que hemos de incorporarnos a la vida profesional, comprobamos que el relato y la promesa de progreso constante no sólo no se cumple, sino que en cierto modo se desconoce. Resulta que, sobre todo en los años 80, pero también los 90, con el impulso del crecimiento económico y los fondos europeos, en España tiene lugar una notable expansión universitaria, que precisa un gran número de contrataciones. En ese contexto es en el que estudia mi generación, aún bajo la expectativa de que, haciendo las cosas bien, el esfuerzo y los méritos tendrán su recompensa o reconocimiento profesional. De nuevo, no importa ahora cuán ingenua pueda ser esta idea: a lo que voy es que ésa era la idea dominante, la que se transmitía en las aulas, en los medios y en las casas, y formaba parte del sentido común de la época. Pero cuando obtenemos todas las cualificaciones para desarrollar nuestra propia carrera, todo eso se ha terminado, lo único que encontramos es precariedad. Y por parte de la generación (de muchos de sus miembros) que nos formó y que sigue copando los puestos, incomprensión y reproche, pues ni siquiera conceden la legitimidad de la decepción, aún menos de la protesta. Creo que no puede entenderse lo que supuso el movimiento del 15M en 2011 y el ciclo político posterior sin esta clave generacional: buena parte de quienes con 30 años tuvieron la suerte (y el acierto en muchos casos, no lo niego) de disfrutar de unas condiciones materiales inéditas para la mayoría de la gente en España, no sólo no son capaces de asegurar (aún menos ampliar) estas condiciones para las generaciones siguientes, sino que se muestran incómodos cuando escuchan esto. Todo lo cual abre una fractura muy profunda no sólo a nivel personal, sino también cultural. Es muy difícil que haya continuidades y vínculos intelectuales sólidos cuando una parte se siente abandonada a su suerte.
La VDI: Muestras que la ideología neoliberal lleva al precario a aceptar ciertas narrativas, plasmadas en soportes como el currículo. ¿Qué efectos tienen esas lógicas narrativas y, más allá, qué papel desempeña el lenguaje, por ejemplo, a través de las “semánticas de la hospitalidad” que ocultan la precariedad?
Javier López Alós: Podríamos decir que la forma en que nos explicamos nuestra propia vida es narrativa, ¿pero qué ocurre en nuestra época? Autores como el sociólogo Richard Sennett lo han estudiado al hablar de la nueva cultura del capitalismo o de la subjetividad neoliberal: existe una dificultad extraordinaria para identificar una continuidad, por la forma en que vivimos, por la intermitencia de nuestras relaciones personales, de nuestras actividades, de nuestros vínculos con los lugares, de la fugacidad de nuestros proyectos de vida (esa llamada constante a “reinventarse”). Uno se siente vivir abandonando partes esenciales de lo que hasta hacía un minuto consideraba constitutivas de su identidad, que es también el modo en que los demás crees que te reconocen.
En la experiencia de la precariedad, la sensación de estar siempre empezando de cero (en el espacio académico, Sísifo arrastrando una maleta con libros y certificados), la movilidad obligatoria y la imposibilidad de trazar planes a largo plazo, nos intensifica la impresión de biografías fragmentadas. No sabes dónde vas a estar dentro de unos meses, qué pasará con tu contrato o si conseguirás alguno. Sólo sabes que estarás disponible. A veces, ese estado de vigilia parece ser la única constante de la condición precaria. Pero, a la vez, el currículum es la expresión burocrática de la ficción de continuidad: debe producir la sensación de que todo está previsto y orientado hacia una finalidad concreta, que es el trabajo, la beca o el puesto al que se aspira. Ahí, en su representación burocrática, todo encaja, aunque el titular de todo ese cursus honorum, de esa carrera que nunca concluye, sienta que no lo representa. Esto, para mucha gente, produce unas tensiones tremendas, pues hay un forzamiento de los contenidos, una selección funcional, que no tiene por qué coincidir con aquello a lo que le has dedicado más tiempo o consideras más significativo de tu trayectoria. A veces, incluso, te ves obligado a eliminar, a sacar de tu currículum elementos con los que tienes una identificación fuerte y, desde luego, en tu propio currículum puedes hacer repaso de un montón de proyectos que hubiste de abandonar apenas dieron algún fruto. Hay algo melancólico en la elaboración de un currículum: es la historia de lo que has ido dejando, pero también de lo que se te ha caído de las manos en esa carrera, y de ilusiones que ahora sólo son una línea más en tu lista de méritos para otra cosa y que se somete voluntariamente a la evaluación de otros ante quienes nos sabemos vulnerables. Pero la lógica finalista del currículum exige justamente negar esa vulnerabilidad y aparentar solidez: el currículum debe ocultar lo que consideramos que no sirve, por más que “lo que no sirve” o “lo que no ha servido” constituyan una parte fundamental de cualquier biografía. Así que no es exagerado decir que uno violenta su experiencia personal para conseguir estilizarla en el formato y oscila entre la desagradable sensación de no hacerse justicia por aquello que deja fuera y la de hipérbole e impostura por lo que sí incluye. Y encima, como hay que brillar, tendemos a disimular nuestra precariedad, a autoexplotarnos como “si no pasara nada”, como si nuestro dolor no importara o hubiéramos de avergonzarnos porque las cosas no salen como se supone que tendrían que salir. Es impresionante cómo hemos naturalizado el sufrimiento en el trabajo. Todavía más en los trabajos que se eligen por vocación, como un peaje, de modo que la vocación se vuelve contra ti y te vuelve más vulnerable: “al fin y al cabo, es lo que has elegido, aguanta”, nos vienen a decir cínicamente.
El discurso en pro de la movilidad académica (y cada vez más en otros ámbitos) cumple una función muy importante en todo este sistema. Oculta que en la mayor parte de los casos no son razones científicas sino de necesidad curricular las que en la práctica articulan todo este ir y venir de universitarios, sobre todo postdoctorales. Lo cual, dicho sea de paso, genera también toda una industria de la hospitalidad en los centros de docencia y de investigación más demandados, con mejor marca. En muchas ocasiones, hay que reconocerlo, explotando también a quienes hacen de anfitriones. Si esto es así, más que las virtudes del viaje, del intercambio y del descubrimiento de nuevas realidades y culturas, todo ese conjunto de nobles propósitos, lo que vemos es un reflejo sistémico del imperativo de disponibilidad y un elemento segregador, un filtro: quién está dispuesto a moverse y quién no (cuanto más bajo es el puesto en la jerarquía, mayor la necesidad de certificar movilidad), quién puede pagar o conseguir fondos para ello, para qué, etc. Además, el desarraigo, la provisionalidad y la falta de identificación con los lugares por los que se está de paso, tienen consecuencias en lo que se hace, en cómo se hace y con quién se hace, entre otras cuestiones que tampoco suelen contemplarse. Por ejemplo, cuando oímos hablar de fuga de cerebros lo que se nos dice es que la gente se va, pero no importa adónde ni si llegan a alguna parte o qué les pasa, qué repercusiones tiene eso en sus vidas, en las de su gente, en su salud. O en sus proyectos intelectuales, culturales o artísticos. Porque sólo conservamos o valoramos la parte visible de los trabajos, lo que podemos convertir en un ítem del currículum. Lo demás da igual. En este contexto neoliberal, toda la semántica de la hospitalidad (visitante, residente, invitado…) del mundo cultural, tanto el universitario como el artístico, tiene mucho de eufemismo para ocultar (y para ocultarse a uno mismo) una realidad precaria: te pagas o te pagan como sea una estancia de tres meses en Yale, en Oxford o en un teatro de Berlín y genera la fantasía de que eres parte de algo, fantasía que esperas que curricularmente te distinga de quien no ha podido permitírselo. Llamar a esto movilidad, intercambio, hospitalidad… creo que es dejar fuera la mayor parte de las experiencias personales (gente dando tumbos de un sitio a otro sin saber muy bien por qué o hasta cuándo) e ignorar la lógica del sistema, que es la de extraer el mayor beneficio posible de cada acción.
La VDI: ¿En qué medida salir –siquiera por un tiempo– de la academia y del academismo supone un alivio para los intelectuales en precario?
Javier López Alós: Pues confieso que no lo sé. Por un lado, el academicismo es algo que no se da sólo en el seno de la academia, sino muy a menudo también cuando, desde fuera, se tiene la referencia académica como aspiración y quintaesencia de la vida intelectual. El academicismo, más aún que como un signo de pertenencia, funciona como un reclamo de reconocimiento de una idea de comunidad de la que se quiere ser parte. Así se adoptan estilos, formas, incluso idiomas, en aras de esa integración. No para que te lean, sino por si ayudara a que te vean. En mi opinión, se esté dentro, fuera o con un pie dentro y otro fuera, sería conveniente explorar alternativas al academicismo, pues supone la reducción de toda inquietud y actividad intelectual a su encaje en un marco dado. ¿Pero para quién escribimos? ¿Para quién investigamos? ¿Para qué? Si todo se explica por la propia inserción o promoción de quien escribe en la escala académica, pues muy bien. Pero entonces no lamentemos que el resto de la sociedad perciba que lo que hacemos no tiene nada que ver con ella y se pregunte por qué debe preocuparse de algo que tratamos como si sólo fuera asunto nuestro. Por otro lado, las actitudes academicistas por parte del precariado tienen algo de –no sé si llamarlo así– autolesivas: contribuyes a reproducir el sistema y la lógica que te está excluyendo mientras dejas intactos otros caminos y otros lugares en donde tu capacidad intelectual, tu curiosidad y tu fuerza expresiva, pudieran acaso fructificar de modo más gratificante para ti y para los demás. En suma, la vida intelectual (no la vida “de” intelectual) no se agota en las instituciones académicas y sus formas. Para mí la rebeldía plebeya radica en decir que no también a esto y explorar caminos que no reproduzcan aquello que te oprime. De ahí, la propuesta del intelectual plebeyo, donde lo sustantivo es esa voluntad de mantener una vida intelectual significativa al menos para uno mismo, en lugar de que lo que te defina sea la precariedad y la vocación (lo intelectual, lo artístico, etc.), sea eso con lo que te relacionas traumáticamente cuando tienes un rato. O que reprimes para no rebelarte.
En cuanto a salir de la academia o no como respuesta a la precariedad, eso es algo muy personal y depende de un montón de factores. Mi caso particular (hace más de siete años decidí dejar la vida académica con el objetivo de preservar la vocación que me había llevado a ella) es uno entre muchos posibles y no demuestra nada con carácter general. Ni siquiera puedo decir que no eche de menos muchas cosas de la universidad o que, quién sabe, en algún momento pueda desear regresar. Irse, decir no o hasta aquí hemos llegado, renunciar para poder decir sí a otras cosas, para poder aventurarse a otras vías y otras lógicas, tiene momentos hermosos y otros no tanto, pero, si no se quiere caer en las pasiones tristes, requiere tejer nuevas redes afectivas e intelectuales, conservar algunas que apreciabas y construir otros lugares en los que poder pensar en común… ¡también con quienes han decidido continuar dentro! Es muy curioso: recibo ahora mucha más atención e invitaciones desde la universidad que cuando estatutariamente pertenecía a ella. Esto me genera ambivalencias, lo reconozco, pero creo que es bueno que esos canales intra-extramuros de lo académico estén abiertos. Porque, en cualquier caso, es asimismo imprescindible que haya gente que dé la batalla por cambiar la lógica institucional desde dentro: si todos los que no estamos de acuerdo nos vamos, salvo que logremos forjar alternativas fuera (que no es excluyente), estamos dejando el camino expedito a cínicos, arribistas o acomodaticios.
La VDI : Tus ensayos plantean problemas, expresan dudas, lejos de cualquier “solucionismo”. ¿Plantear los problemas, ya es empezar a resolverlos?
Javier López Alós: Plantear los problemas es un primer paso. Luego puede haber más o quedarse todo ahí, y es difícil saber eso de antemano. Cómo se plantean los problemas nos dice mucho de cómo nos gustaría resolverlos. Por lo que a mí respecta, no deseo que aparezca una voz que nos diga “lo que hay que hacer” y nos dé una lista con instrucciones para producir un resultado concreto, como una receta. No considero que sea la forma adecuada de pensar lo común. Defiendo que se den las condiciones de vida necesarias para que cualquiera podamos pensar, buscar o poner en práctica soluciones sin que ello presuponga una posición de privilegio sobre los demás.
Por otra parte, que alguien proporcione un buen análisis o una buena descripción de un fenómeno no significa, sin embargo, que deba ser también el encargado de proveer de soluciones. Son cosas distintas. En especial, cuando, como comentábamos al principio, hablamos de fenómenos muy complejos.
Los planteamientos solucionistas implican que la mayor parte de la población se inhiba a la espera de que, por procedimientos y lógicas que le son tan desconocidos como la magia, alguien arregle las cosas. Tampoco importa cómo o a costa de qué, ni dónde ni quién, o con qué probabilidad, sólo porfiar en que las soluciones ocurran y no tener que preocuparnos. En mi opinión, una de las consecuencias negativas de las dinámicas solucionistas es que presuponen una sola instancia de solución, como si desde ella bastara, que se impone competitivamente a otras. Un ejemplo es el solucionismo tecnológico, la idea de que, problemas como la crisis ecológica serán felizmente arreglados por esa vía y que, por tanto, lo mejor que podemos hacer es poner nuestros esfuerzos en desarrollarla, aunque eso tenga su propio coste medioambiental. Pero podríamos decir algo parecido del solucionismo educativo (la educación lo arreglará todo; ¿en serio, todo es cuestión de educación, todo? o del económico (el crecimiento como respuesta a todos los males sociales): aun cuando las promesas técnicas fuesen fundadas, la realidad es tan plural y compleja que no hay fórmula que valga por sí sola para resolver todos los problemas que su misma puesta en marcha acarrea, por no hablar de los que persisten históricamente, de los límites biofísicos, resistencias políticas, morales, etc. En general, creo que, cuanto menos tiempo y energía tenemos, más tendemos a delegar la solución a los malestares sociales y los problemas colectivos. Y esto no es algo que ocurra desde la confianza en otros, sino desde la inhibición. Estamos demasiado cansados, demasiado desmoralizados como para ocuparnos de estos asuntos, con lo que esperar que las soluciones vayan a tener en cuenta a la mayoría de la gente y estén guiadas por nuestras necesidades a largo plazo se convierte en un deseo que –bueno, cómo decirlo– sería bastante sorprendente que se cumpliera. Así que no nos queda otra que dejar de esperar a que lleguen las soluciones e ir a pensarlas, construirlas y buscarlas en común. Para empezar, creando las condiciones para que cualquiera pueda participar en aquello que le incumbe.
Sarah Al-Matary, « Trampas de la precariedad. Entrevista a Javier López Alós »,
La Vie des idées
, 12 de enero de 2024.
ISSN : 2105-3030.
URL : https://laviedesidees.fr/Trampas-de-la-precariedad
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